Cerré los ojos y recorrí tu casa.
Fui capaz de escuchar el sonido de la llave en la cerradura. Tu saludo al otro lado de la puerta… Qué tal el día, amor?
También escuché el golpe de la puerta al cerrarse. El golpe que cerraba un mundo y abría el nuestro.
Miré a la izquierda y vi la ventana, con la mesa de Ikea que montamos juntos. La tabla de la plancha y un par de camisas con botones en el cuello. Una corbata burdeos. Una maleta a medio llenar por si había que escapar. También vi el mueble negro y rojo que pinté en varios días, con el pijama puesto, y sentada encima de varias hojas de unos viejos Cinco Días.
Luego di tres pasos y me quedé parada en el medio de la entrada.
A la derecha estaba el sofá blanco con la manta que tantas tardes y noches nos abrigó. Enfrente la tele, con un capítulo de Friends.
Pude mirar por la puerta del balcón. Y ver la gran nevada de hace tres años que cubría aquel patio interior.
Sin querer volví la vista atrás, buscándote, supongo. Y estabas allí… Claro que estabas… De espaldas… En tu mundo… Cantabas algo, pero no pude averiguar qué era esta vez… Disfrutabas cocinando… Aunque de vez en cuando pasabas tu mano por el ratón del ordenador y leías algo… Estabas descalzo, como siempre.
Volví a mirar al frente y empecé a caminar.
De nuevo me paré y miré a la izquierda. Vi el termo del agua y sonreí al recordar los cálculos que hacíamos cuando me tenía que lavar el pelo. También vi todas y cada una de las muestras de geles y champús que fuimos cogiendo en los hoteles en los que estuvimos y que yo coloqué cuidadosamente en la estantería de la ducha que menos me gustaba…
Di otros tres pasos y vi esa habitación. La que me dio tanto como me robó. Y la recordé a ella. Y vi esa caja, con sus cosas. Luego vi mi ropa. Y mi maleta. Abrí los armarios y todo estaba perfectamente colocado. La cama me miró y lloró.
Salí sin mirar atrás. Volví a caminar y me paré de nuevo.
A la izquierda volviste a aparecer tú. Esta vez tenías la cara llena de espuma de afeitar y en la mano la cuchilla. Me miraste y me preguntaste si estabas sexy. Lo estabas, muy sexy, pero no te contesté. Pude ver a tu través y ahí estaba yo tendiendo la ropa. Luego me secabas el pelo.
Y, sin querer, me giré, di dos pasos, y entré en nuestra habitación. Olía igual que siempre. Parecía que aún vivíamos allí. Sentí curiosidad por saber cómo estaba el armario y lo abrí. No pude evitar reírme al ver que mi ropa seguía ocupando dos tercios de su espacio. Menos mal que solo iba a estar dos meses contigo!! Lo volví a cerrar despacio, como si todavía estuvieses dormido en la cama. Y salí de allí.
Recorrí el pasillo, esta vez mirando al frente.
Cuando llegué a la puerta y la toqué por última vez te escuché decir: «Adiós, amor. Que tengas un buen día».