Todo iba bien… O eso creías… Una profesión prestigiosa, dinero, reconocimiento, casas, barcos, perro, piscina, mujeres, y salud, sí, también tienes salud. Qué más puedes pedir. Nada. Lo tienes todo. No envidias a nadie porque nadie tiene algo más que tú.
Como de costumbre te levantas, te duchas, calzoncillos limpios, camisa nueva, americana nueva, pantalón nuevo… Última mirada al espejo. Eres Dios.
Vas a una reunión, demuestras todo lo que sabes y dejas a más de una con la boca abierta (te encantas), sales con un par de números de teléfono más en tu agenda (otras dos a las que follarte) y con esos aires de soberbia y prepotencia que tanto, tanto te caracterizan.
Coges el coche. Llamas a tu secretaria. Para no perder las buenas costumbres le gritas un par de veces consciente de que no tienes razón. Pero te sientes bien.
Llegas a tu oficina. Saludas interrumpiendo a los que tienen una vida en la que tú no eres el protagonista (cómo temolesta). Lo intentas con ella; no funciona. Lo intentas con la otra… Tampoco.
Y aparece él. Él sí entra al trapo. Él sí levanta la voz. Él sí tiene algo que decir. Él ya está cansado. Él no sabe callar.
Y todo desaparece. Solo estáis tú y él. No eres capaz de entender lo que dice, ni él ni el resto de la gente. Nada te importa. Solo tienes ganas de más. Solo quieres volver a ser Dios.
Y sin saber muy bien cómo, unas manos rodean su cuello. Y sin saber muy bien cómo, su cara se está poniendo gris. Y sin saber muy bien cómo, te suplica que le sueltes. Y sin saber muy bien cómo, se convierte en un peso muerto.
Y es que de repente te has vuelto loco.